“Viven entre la materia y el espíritu”

Mar del Plata, junio de 2018

Fabián O. Iriarte

Abrimos el libro de Carolina Doartero y vemos que está dividido en dos secciones: la primera, “el fuego” y la segunda, “el agua”. Fuego y agua: dos de los cuatro elementos –livianos y pesados— que, según una doctrina de la Antigüedad y la Edad Media, constituían, al combinarse entre ellos en grados y proporciones diferentes, el origen de todos los seres en el mundo. La tierra y el aire (que no tienen secciones propias, pero se manifiestan internamente en los poemas) completaban el milagroso cuarteto.

Cada una de las dos secciones se abre con un poema en el que un personaje (similar a una sibila) hace pronunciamientos con solemne tono profético. El hombre enjaulado, en el primer poema, afirma sentencioso que “todo cambio en la materia / empieza por el fuego”. Otra voz (¿del mismo hombre en la jaula?), en el poema de apertura de la segunda sección, enuncia que “El fundamento / de la vida / es el agua”. La base material de la vida y sus metamorfosis posibles por medio del elemento ígneo; lo líquido y lo ardiente; lo que fluye y lo que destruye pero también renueva: este es el arco comprendido por los poemas del libro, que “viven entre la materia y el espíritu”.

Fuego y agua, dos elementos opuestos, aquí se vuelven complementarios. Coincidentia oppositorum: ¿regirá este principio todo el libro?, nos preguntamos. El epígrafe de la colección, tomado de la “Oda a la Melancolía” (1819) del poeta romántico John Keats, parece confirmarlo: “Ay, in the very temple of Delight / Veil’d Melancholy has her sovran shrine”. Deleite y melancolía como las dos fases de una misma experiencia, que la poeta siente y advierte subyacentes en la vida. Como el agua y el fuego, estos otros dos elementos opuestos (pero, a la vez, paradójicamente complementarios) habitan un mismo templo, como afirma Keats.

Carolina me contó que, en junio de 2016, visitó la gruta (templo o altar) cercana a Nápoles, a los pies de la acrópolis de Cumas (la colonia griega más antigua de Italia, que floreció en los siglos VI y V a. C.), donde se hallaba la célebre profetisa: la Sibila de Cumas, descripta por Helenus a Eneas en el Libro III de la Eneida, el poema épico de Virgilio, como “insanam vatem aspicies, quae rupe sub ima / fata canit” (vv. 443-444): la “frenética adivina que allá en el fondo de su antro peñascoso / va cantando los hados”. Aunque considerada una “vate insana” por algunos, muchos depositaban su fe en los vaticinios de esta mujer condenada a vivir eternamente y a “cantar los hados”. Imagino que tal experiencia le inspiró a nuestra escritora viajera la idea —y le sugirió la estructura— de esta colección de poemas. Puede leerse este libro, entonces, como una recreación de la visita a la profetisa: las preguntas de los creyentes, las respuestas ambiguas de la vidente, las muchas dudas y escasas certezas que resultan de esta peregrinación.

Los temas indagados por la autora abarcan varios lados de la experiencia humana: las relaciones familiares, los recuerdos de infancia, el desarrollo de las vocaciones (danza y poesía), el balance de la vida, y la exploración de una posible arte poética que sirva de guía a la escritura, pero que también pueda aplicarse a los modos posibles de vivir.

En los “poemas familiares”, una figura que destaca es la del padre: “me siento su astilla”, declara la voz femenina, aludiendo a la famosa frase proverbial, “de tal palo, tal astilla”, pero quizás también a la sensación de estar “astillada”, deshecha, “vertical y sola / sin amparo”. Al ver el perfil del padre que duerme, a contraluz, piensa: “veo su epopeya / y su cansancio”. El género épico es adaptado a la saga familiar, y la poeta es sibila de esa saga.

En otros poemas, algunas cosas (uñas guardadas por el hermano en una cajita, muebles longevos en la casa de los padres) le dan oportunidad para reflexionar sobre el entramado de pasado y presente: “guardamos los carozos / para aprender / del pasado”; “fósiles de la infancia // carbono 14 / abono / de mi hoy”.

Varios poemas analizan el surgimiento y desarrollo del amor por la danza (Doartero es bailarina y coreógrafa). Como suele suceder, las vocaciones se sienten tan en carne propia que nos llevan a “ver” elementos de lo que hacemos en todo objeto, toda acción. La poeta toma el ascensor y ese simple acto literal se le transforma en metáfora de la danza: “todo invita / a elevarme”. La poeta va al circo y se le ocurre que quiere ser trapecista, “en las noches estirar los pies / en las alturas”. La poeta toma un baño de inmersión y de inmediato asiste a una doble metamorfosis: la bañera se vuelve pecera, ella se vuelve pez: “movida por un presentimiento / azul / vuelvo a mi danza anfibia”.

En otro poema, una escena en que siente los prejuicios de personas que la miran con dureza le hace tomar conciencia de lo que desea hacer: “la hostilidad en bloque / sacó de mí una fuerza / que desconocía // un volcán // en una incansable y frenética danza / de cenizas / agua / y fuego”. No es casualidad, acaso, que la autora use la metáfora del volcán (la fuerza interior que no se ve, pero existe y saldrá a luz), la misma que Emily Dickinson usó en varios de sus poemas. No es casualidad, tampoco, que aquí los dos elementos, agua y fuego, se fusionen: son “el fundamento de la vida” y el “cambio en la materia”, como anunciaron las voces sibilantes de los poemas de apertura de las dos secciones del libro. Finalmente, un poema en el que Doartero se anima, ya no a describir objetos y narrar escenas en clave metafórica, como representaciones de la danza, sino a estructurar el poema mismo (su ritmo y sus sonidos) como una danza, como una serie de pasos, sea “Suspensión”: “lapsus / solitud // equilibrio efímero / verticalidad curva / sitio de repliegue / fin de la dispersión // succión del ahora // impromptu / revelación”.

Otra serie de poemas son meditaciones breves sobre la experiencia amorosa: “Cómo adivinar”, “Extraño los agapanthus”, “Su presencia”, “Me invita”, “Ícaro caído”, “La fidelidad de los cisnes”, “Esa leve”. La serie examina tanto el lado positivo de la experiencia (“un jardín / como un hombre / puede habitar mi corazón / para siempre”) como su lado negativo, de decepción, de desencanto (“Su presencia / es detonación / en mí / en mi espacio // cuando se va / junto mis pedazos”).

El poema “Todos parecen felices” narra líricamente la anécdota de una visita frustrada en la “isla del sueño”, Cerdeña. La figura femenina (la voz del poema) y su acompañante quieren ir a ver la “virgen de la cueva”, pero no llegan. Ella consulta a una “quiromante mecánica” (otra variante de la sibila), que le da un mensaje ambiguo (como solían serlo los mensajes proféticos) entre cuyos sonidos entrecortados y juegos de palabras podemos adivinar significado, sin estar seguros de nada: “escurrida… huida / mie… dos / a sent / ir”. Los versos del escritor irlandés William Butler Yeats (1865-1939) que sirven de epígrafe al poema: “Nuestras almas / son amor y un continuo adiós” (“our souls / Are love, and a continual farewell”), provienen de “Ephemera”, un poema sobre “waning love”, el amor que se desvanece. La experiencia de lo efímero del amor suele estar acompañada de esa inestabilidad de sentido, de esa pérdida de equilibrio de los significados que el poema representa con el balbuceo de los significantes: entre “ir” y “sentir”, entre “miedos” y “dos”, entre “escurrida” y “huida”.

A menudo, se efectúan “balances de vida” en algunos poemas: sobre las etapas de vida (en “Fue una sinfonía”), sobre los aprendizajes y la temporalidad (en “En algún momento”): “ya no me arrojo / al acto // intento cuidar los gestos / y sus implicancias”; y luego: “como en un antiguo ritual / los pequeños movimientos / abren / y cierran / portales”. La hablante lírica repasa sus heridas (“Me astillo”), sus malestares (“El malestar crece”), su desorientación y recuperación en el canto (“Perdida”), sus episodios de pena profunda (“Lloverme”), las diferentes “zonas” en las que va probando su debilidad y su fuerza: “Entré en la zona / donde cada paso / me lleva a un error / y cada pausa / es una ciénaga”, para deducir que “de la zona / como de los laberintos / se sale / por arriba”, igual que lo hicieron Dédalo, el mítico arquitecto, y su hijo Ícaro.

Una manera en que se “sale del laberinto por arriba” es el suicidio. En “Alrededor de la fuente”, la hablante contrasta la sensación de vivir con las posibles razones de los suicidas: “otros / sueltan el cuerpo / con la levedad / de lo que ya no duele”. El epígrafe a este poema proviene de otro poema de una suicida célebre, Sylvia Plath, “Crossing the Water” (1971), parte de la colección póstuma de textos inéditos preparada por su viudo, Ted Hughes: “este es el silencio de las almas absortas” (“This is the silence of astounded souls”). Frente a ese silencio de las almas que han quedado mudas, pasmadas, aterradas, ella opta por otro camino, el sugerido por los dos elementos del libro, agua y fuego: el cambio, el paso de la dureza de lo petrificado a lo líquido de su propia reafirmación. En “Ámbar”, al observar el “ojo helado del sol” de esa piedra (“una resina fósil de las coníferas, de color entre amarillo y naranja, translúcida, muy ligera y dura, que arde con facilidad y desprende buen olor”, como la definen los diccionarios), se da cuenta de que necesita “desincrustar con cuchara / de plata / el crustáceo milenario / del hastío / pido / solamente una mano / de sal / que roce mi centro / líquido”.

Por último, varios poemas intercalados en la colección hacen referencia a la práctica misma de la escritura, como astillas del arte poética de la autora. Comienza expresando un deseo: “Si pudiera / permanecer en lo abierto // sostenida / en la iridiscencia del asombro”, que se transforma en una resolución. Ese estado de apertura alerta al asombro le permitirá ligar “filamentos / y emanaciones // de un centro / que es borde // donde bracear hacia arriba / es ir más hondo // sin cardinales / ni puntos / fijos”. El yo lírico intuye (como suelen hacerlo los poetas) que las líneas directrices de su arte (en danza y en escritura) se remontan hasta su infancia: niña de sólo tres años, ya reconocía en un huevo de ónix “el poder de las piedras / y la belleza / de las formas”. Posteriormente, “creció alejándose / hasta la fragmentación / para regresar / una y otra vez / al óvalo primordial”. Ya mujer adulta, ya ama de casa, en la cocina tiene una epifanía: en las formas abigarradas de un morrón (¿puede pensarse en algo menos “poético”?) “ve” una catedral gótica: “desde la cúpula / llueven semillas / blancas / como deidades”. Lo doméstico se vuelve sitio de revelación (“insight”) y taller de imágenes, el ama de casa se vuelve una sibila de lo cotidiano, una visionaria que advierte en la materia visible aquello que suele ser invisible, o por lo menos inadvertido a simple vista. Una vez que se tiene esta experiencia, es inútil evitarla; en casi todo se “ve” la revelación: en el subterráneo (“Craquelados”), en una mujer ciega que ve (otra versión de la sibila) y sirve de guía, que “corta / corre / los velos”, paradoja viviente.

Dos poemas analizan el mundo onírico: “En mi sueño” y “Sueño”. Los sueños ofrecen revelaciones (si se desea, como lo propuso Sigmund Freud, interpretarlos, igual que textos literarios o jeroglíficos antiguos) más allá de la voluntad de la soñadora. Las profecías, también, se escapan de la boca de la sibila casi a pesar suyo; luchan por salir de entre sus dientes y labios.

Del sustantivo “sibila” proviene el adjetivo “sibilante”, que hace referencia a un tipo de sonido agudo. Este término puede referirse, en medicina, a la sibilancia (un tipo de ruido respiratorio patológico), y en lingüística, a las consonantes sibilantes (un tipo de consonante fricativa, también llamada “fricativa de obstáculo”, que se articula proyectando un chorro de aire a lo largo de un estrecho canal formado por la lengua en la cavidad bucal, que desemboca en un obstáculo, como los dientes). Doartero explora tentativamente esta dimensión fónica de la poesía. Primero, como declaraciones explícitas: “Amo el nervio / el cuero tenso / de tambor redoblante / y gotas de lluvia / en el zinc”. Después, como etapa de un aprendizaje de la percepción: “fue gota de sentido / evanescente / apenas figurado // necesaria como el agua / la palabra”. Finalmente, más osada, como sonido casi puro, casi despojado del peso del sentido: en juegos de palabras (“carbono” / “abono”; “lloverme / yo verme”; “bajamar / jamás / jamar”), en atomización y fragmentación de raíces y desinencias (“sub / terra / neo”), en el sendero que va del sinsentido al sentido (“bah / y va / más allá de la baba aloe / de los caracoles / y del sexo / levísima inclinación // hilos de baba / unen todo”).

Todo se une por los hilos del sonido, por las hebras del sentido. El último poema de este libro cierra el círculo abierto por las voces proféticas, las “voces sibilantes” de los poemas de apertura de cada sección. “Recorrí el túnel trapezoidal” recrea la anécdota de la visita a la gruta de la Sibila de Cumas. Era costumbre visitarla para hacerle preguntas sobre el destino, pero el objetivo de la poeta es diferente: “no pregunté nada / recordé”. Se trata, entonces, de un ejercicio de la memoria, no de una curiosidad acerca de los imponderables del porvenir. Creo que este libro nació de ese propósito: como una sibila que dirige su mirada hacia el pasado, en vez de adivinar el futuro, para afirmarse mejor en el presente, la poeta se puso a recordar, primero, y después a dejar constancia de los recuerdos.